domingo, 13 de septiembre de 2009

ATHIRA










ATHIRA





Solía pasear con Salim después de cenar por las calles de Alcover.
Lo hacíamos desde muy jóvenes. Mi timidez impedía que tuviera muchos amigos de mi edad. Salim y yo vivíamos en la calle del “Rec”. Nos conocimos jugando en ella un día de lluvia. Botábamos cáscaras de nueces en sus múltiples ríos que bajaban en tropel por su gran pendiente entre supuestas rocas.
A los dos nos consideraban “forasters. Aún hoy, allí, los mayores les llaman así a los inmigrantes y también a los de la capital u otra ciudad; a mí me trajeron mis padres de Barcelona buscando el ambiente sano y rural. Me cuidaban mis tíos desde muy pequeño. Él vino con los suyos desde Rabat buscando trabajo temporero; se quedaron a vivir en el pueblo en un minúsculo piso de alquiler.

En invierno, cuando teníamos aquella edad indefinida de los veinte que nos hacía parecer niños grandes pero no hombres, nos gustaba andar sin rumbo a la hora que no encontrábamos a nadie por la calle. Hablábamos pausadamente como lo hacen los viejos, sin tener grandes ansias ni grandes temores.
Un día vimos a una mujer joven que nos miraba cuando pasábamos por delante de su casa: buenas noches, buenas noches; respondimos aquella noche, y otras muchas.
Pronto, decidió que debería de ser bueno pasear la cena y, cuando llegábamos a la altura de su casa, salía, y nos seguía unos pasos atrás sin decir nada, un buen trecho.
Aparentaba… veinticinco o treinta años. Se cubría la cabeza con un pañuelo que sólo dejaba ver unas enormes y tupidas cejas negras, unos ojos de profunda e intensa mirada que desprendían temor e incerteza, una nariz prominente y ancha que realzaba su personalidad, y unos labios estrechos sin pintar. Su tez blanca denotaba una palidez enfermiza. No estaba bronceada como la mayor parte de las personas del pueblo.
Nos sacaba una cabeza de altura o algo más. Vestía recatadamente. Su vestido, largo y oscuro, cubría hasta casi los tobillos. Su grueso y largo jersey abotonado por delante, la arropaba. No era una mujer agraciada físicamente.
Me contó Salim que también era de Rabat, como él. Su nombre era Athira. La habían casado muy joven, casi una niña, con un solterón mucho mayor que ella; el borrachín del pueblo. Su escasa paga, desaparecía entre carajillos, copas, naipes y dominó.

A los pocos días que nos siguiera, se juntó más a nosotros. No nos dijo nada, sólo caminaba en nuestra dirección a un paso. Era como si no estuviera. Seguimos el deambular monótono y anárquico por las callejuelas estrechas, en invierno húmedas, de mi pueblo adoptivo. Pronto, adelanto el paso atrasado que mantenía y se colocó a mi lado. Sonreía de vez en cuando; seguramente de oír nuestras tonterías de adolescentes.
Pasadas unas semanas, fue Athira quien inició la conversación. Me impresionó el tono de su voz. Era cálida como el otoño, mansa como la mar, envolvente como el aire.

Y fueron pasando los días, y nosotros persistimos en nuestro deambular aburrido, subiendo y bajando por las calles umbrías y quebradas, a menudo oscuras, con sus angostas aceras que nos obligaba a bajar de ellas para mantenernos juntos. En tiempo seco daba igual, pero en días de lluvia las calles se convertían en lagunas o torrentes como en la que vivíamos. Pero al fin ocurría algo divertido; nadie quería bajarse y nos apretujábamos para no embarrarnos, entre risas.
Y fue así, sin saber cómo ni porqué, que yo ya no esperaba la hora del paseo para estar con Salim, sino con ella. Éste, se sentía incomodo porque me tenía que compartir, y Athira cada vez se acercaba más a mí y me sonreía con un encanto especial. En las callejas, aprovechaba para juntar el dorso de su mano con la mía y me miraba de soslayo, sonriente. El juego duró aún un tiempo, era nuestra pequeña complicidad. Un día, Salim y su familia se trasladaron a vivir a Reus, donde trabajaban. Con el esfuerzo de sus cinco hermanos y de su padre se habían podido comprar una casa.
Athira una noche, sin más, pasó su brazo por mi hombro en señal de amistad y de igualdad, casi en un instinto maternal de protección de hermana mayor. Su iniciativa espontánea, aparentemente, denotaba un cambio en su cultura de origen. No se sentía inferior ni subyugada frente a mí, y la fluidez en esta relación sosegada y tranquila, era de una mansedumbre que analizada fuera de la esfera de su tiempo, me resulta increíble. Yo a mi vez, pasé mi brazo por su cintura sin previo aviso. Me sonrió. Nos sentíamos a gusto paseando así enlazados como dos amigos que han crecido juntos desde la infancia. Era ella la que siempre hablaba y me contaba cosas de su niñez y de su juventud muy corta. A veces se le escapaba una palabra en su idioma y poco a poco las fui aprendiendo y también las expresiones de su tierra. Su voz envolvente me producía tal sensación de bienestar que se adueñaba de mí, y no hubiera vuelto a casa de mis tíos, si ella no me despidiera a la puerta con una sonrisa.
Sabía que algún día, nuestros paseos diarios ilícitos, aunque inocentes, terminarían. Pero la avanzada hora de nuestros paseos, las callejuelas solitarias, la escasa luz y nuestras voces en un susurro, nos daban la tranquilidad y la garantía de ser invisibles al pueblo.

Una noche, llegamos a los arrabales de Alcover, donde las vías del tren como su antigua muralla, lo contenían. Nuestros pasos nos llevaron hasta el paso a nivel y a la estación. El frío y la humedad se nos calaba en el cuerpo; nos ayudamos para subimos al andén dándonos las manos y nos dirigimos, con la misma parsimonia de nuestro paseo, al interior de la misma.
Nos sentamos en un banco ondulado de madera y yo empecé a tiritar, ella me cogió las manos heladas y las acercó a sus mejillas ardientes. En sus ojos brillaba la luz de la luna que penetraba por la puerta. Su cara relajada y sus ojos negros sonrientes, me atraían poderosamente. Así que, tímidamente, me acerqué más y la besé casi sin tocarla. Poco a poco las caricias se fueron haciendo más íntimas hasta conocer lo que se siente cuando se ama a una mujer.


A partir de aquel día, todos nuestros paseos pasaban, en último lugar, por la estación. Nuestros corazones, en la oscura y fría estancia de aquel lúgubre vestíbulo, tibiamente, se encontraban.
Sus manos eran delicadas y cálidas, sus abrazos suaves, sus besos interminables, sus labios ardientes. ¡Cuanto amor veía en sus ojos!
Unos meses después me fui del pueblo. Su embarazo empezaba a ser evidente y ella me hizo prometer que no volvería a verla para que nuestro hijo no sufriera la cruz de la deshonra.

Quizás no fui lo valiente que tuviera que haber sido, quizás fue porqué eran otros tiempos o quizás hallé el pretexto de mi conducta en mi juventud, pero aunque siempre busqué injustificadas disculpas, sólo fueron tristes excusas.
Sabía que mi tierno amor sufriría con la separación y con la incerteza de sus destinos, pero no podía negarme a nada que pidiera Athira, y me fui.

En aquel mismo vestíbulo, donde compartimos inocencia y besos, compré el billete. No quise mirar atrás, no quise, aunque sus ojos fuera lo que más anhelaba en aquel desdichado instante; no quise que llorara con mis lágrimas.
Así que, sin girarme, antes de subir al vagón, me llevé la mano a los labios y lancé un beso al aire, y cogiendo el suyo al vuelo cerrando el puño, me golpeé el pecho con fuerza, desesperado. Lo mantuve allí, encerrado, cerca del corazón, que es donde se guardan los sentimientos, hasta que al salir el tren de la estación, escondiendo la cara entre mis manos, su beso y mi llanto se fundieron.
Aún hoy, la sola evocación de su recuerdo, me fustiga y me apena. Aquel funesto día, me llevé el sufrimiento conmigo, pero también su tierno recuerdo. Y con forzada resignación mecido por el traqueteo del tren, dejé el pueblo donde moría el niño que había sido y renacía en un hombre ya viejo.